15 de marzo de 2019

COLUMNA: La vida es muy corta para no leer ficción

El ministro de Economía, José Ramón Valente, encendió hace algunos días una polémica cultural algo sobregirada. En un perfil de prensa declaró: "No leo novelas, porque siento que no tengo tiempo. (…) Me gusta aprender cosas nuevas. (…) La vida es muy corta. Siento que si leo una novela es tiempo que le estoy quitando a aprender algo". Parte de las airadas reacciones criticaron que el ministro no leyera novelas (¡oh, Dios, rasguemos vestiduras y mesemos nuestras barbas!). Sin embargo, en un país donde los índices de lectura están por los suelos, que un ministro lea ensayos, biografías o historia ya es algo bastante rescatable. La dificultad principal, creo, está en la última parte de su aseveración: que la lectura de novelas es una pérdida de tiempo, que ella no tiene nada nuevo que enseñarnos.

Una visión utilitarista de la lectura —como la manifestada por Valente— preferirá, sin duda, aquellos textos en que la información se pueda exprimir y aplicar de manera directa, que se traduzca en algo inmediatamente aplicable. Aprendo de los procesos históricos por sus fechas, lugares y nombres; me entero de las ideas en boga por aquellos que, cual gurúes, pasean por el mundo resumiendo teorías de otros. Además, si en la novela no hay nada nuevo que sacar, qué decir del lugar en el que quedan otros géneros literarios menos "informativos": poesía, aforismos o diarios personales terminarán condenados a ser interés de académicos, eruditos o jubilados con tiempo de sobra.

En medio de la reacción escandalizada, llena de esnobismo o soberbia (¿ahora todo el mundo lee novelas en Chile?), apareció sin embargo el problema de fondo: la ficción sí enseña, y mucho. Pero se trata de una enseñanza distinta, donde el protagonismo no se lo llevan los datos duros, sino el conocimiento necesariamente sutil de las cosas humanas. Como todo arte, no podemos acercarnos a él con un afán puramente pedagógico. El centro no está en la información, sino en la interpretación y comprensión. De paso, el lector de novelas puede aprender acerca de episodios históricos o de otras culturas, pero eso es algo siempre secundario: quien se acerca a las novelas buscando únicamente aprender caerá en el mismo utilitarismo que se le critica al ministro. Lo importante de la ficción está en otro plano, donde importan más los sentimientos, los afectos, las motivaciones y las frustraciones de los personajes, o el modo en que habitan su propio universo. Desde esta dimensión, la ficción nos permite incluir otros puntos de vista para observar una realidad siempre compleja; aquí está su riqueza, pues esas miradas desde lugares diferentes enriquecen nuestra propia experiencia.

¿No es, acaso, la novela uno de los modos más privilegiados de tomar conciencia del mundo? ¿Qué sería de nuestra comprensión de los sistemas totalitarios sin las grandes novelas distópicas de Orwell o Huxley? ¿No han sido, acaso, novelas como Las benévolas, Vida y destino o Suite francesa las que nos han permitido comprender el impacto que tienen en el espacio íntimo ciertos procesos como la Segunda Guerra Mundial? ¿Dónde encontrar un mejor diagnóstico de la sociedad contemporánea que en las novelas de Houellebecq, Coetzee o Roth? Toda ficción valiosa abre preguntas y pone al lector en una situación de intemperie. Toda novela lograda permite observar una experiencia y aprender de ella. Desde la empatía con los personajes y sus dificultades nos vemos obligados a transitar por un sendero inédito que algo nos enseña, aunque no sepamos muy bien de qué se trata esa enseñanza.

Mario Vargas Llosa se ha extendido en la importancia que tiene la novela en una sociedad en distintos niveles, incluso vinculándola a la vitalidad de la democracia y de la libertad. El Nobel peruano ha dicho: "Leer buena literatura es divertirse, sí; pero también aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias —como las llamaba Isaiah Berlin— de que está hecha la condición humana". Uno pensaría que la obra de este novelista goza de mayor atención dentro del gabinete.

Por Joaquín Castillo Vial – Subdirector IES / @jcastillovial

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