Hay civilizaciones que marcan la historia, y la que vamos a ver hoy es una de ellas. Los sumerios inventaron la escritura, las ciudades, el concepto de Estado y casi hasta la jornada laboral. Y como suele pasar con los logros que parecen demasiado adelantados a su tiempo, no han faltado teorías extravagantes que les restan mérito atribuyéndolo a ayudas externas. Hace ya más de 10 años que no hablo de los sumerios, y creo que ahora es un bien momento para volver a hacer. Pero antes de entrar en esos cuentos, recorramos su historia, porque realmente merece la pena.
La influencia sumeria perduró por siglos. Aunque su lengua fue desplazada por el acadio, el sumerio se siguió utilizando como lengua culta, como el latín en la Edad Media. Su modelo de ciudad-estado fue heredado por acadios, babilonios y asirios. Y su sistema de numeración sexagesimal sigue vivo cada vez que consultamos el reloj.
Hasta aquí la historia. Ahora pasamos al cuento. En los años 70 del siglo pasado, un autor autodidacta llamado Zecharia Sitchin publicó un libro titulado «El 12º planeta». En él planteaba una teoría tan audaz como infundada: los sumerios conocían la existencia de un planeta llamado Nibiru, con una órbita tan excéntrica que solo pasa cerca de la Tierra cada 3.600 años. Desde ese planeta habrían venido los Anunnaki, seres extraterrestres que descendieron para extraer oro del planeta y, de paso, crear al ser humano mediante manipulación genética. La civilización sumeria, según él, no surgió por evolución social, sino por transferencia tecnológica de estos alienígenas.
La historia que cuenta Sitchin es entretenida. De hecho, sería una estupenda serie de ciencia ficción. Y para reforzar su narrativa, a menudo se menciona que hay textos sumerios que recuerdan de forma inquietante a relatos bíblicos, como el del Diluvio universal o la creación del hombre a partir del barro. Estas similitudes existen, aunque enmarcadas en contextos religiosos y literarios muy distintos, y no prueban influencia directa ni mucho menos una verdad universal común. Pero esa cercanía temática ha sido el caldo de cultivo perfecto para especulaciones sin base rigurosa. El problema es que él afirmaba que todo eso estaba en las tablillas sumerias. Literalmente. Y aquí es donde entra en análisis crítico.
Primero: la palabra «Nibiru» sí aparece en textos mesopotámicos, pero no como un planeta habitado ni con ninguna conexión con los Anunnaki. En la mayoría de los contextos, Nibiru es una estrella o un punto de cruce celeste, a veces asociado con Júpiter, a veces con Mercurio, según la época y el texto. Nunca como un planeta vagabundo con órbita alocada.
Segundo: los Anunnaki son un grupo de dioses menores dentro del panteón sumerio. No hay ninguna mención a que vengan del cielo en naves ni que utilicen trajes espaciales. Son seres míticos que actúan en historias religiosas, como los dioses olímpicos en Grecia. Sitchin, sin embargo, los reimaginó como seres físicamente imponentes, de aspecto reptiliano en algunos pasajes, y dotados de tecnología avanzada. Según él, vivían mucho más tiempo que los humanos y dominaban tanto la biología como la ingeniería. Incluso se ha asociado su descripción con la idea de que gobernaban a la humanidad como una especie de aristocracia alienígena. Atribuirles tecnología moderna es como decir que Poseidón usaba escafandra: un anacronismo forzado que convierte la mitología en una cómic de Marvel.
Tercero: no existe ni una sola tablilla en la que se mencione la creación del hombre mediante ingeniería genética. Hay relatos de creación, sí, pero son simbólicos: el hombre creado del barro, por voluntad de los dioses, para servirles. Si uno quiere ver ahí una alusión al ADN, tiene que cerrar muy fuerte los ojos y desearlo con intensidad.
Cuarto: las traducciones de Sitchin no coinciden con ninguna traducción académica. Y eso es grave. No hablamos de matices, sino de invenciones. Los asiriólogos que sí conocen el sumerio han señalado errores groseros, palabras inventadas o sacadas de contexto. Nadie en el mundo académico ha validado jamás su trabajo. Si lo que Sitchin dice fuera cierto, sería uno de los mayores descubrimientos del siglo XX. Pero no hay ni una sola publicación científica que lo respalde.
Quinto: la supuesta astronomía avanzada de los sumerios está también sobreinterpretada. Tenían conocimientos notables, sí, pero no sabían que existían Urano, Neptuno o Plutón. Veían a simple vista cinco planetas y el resto era el dominio de los dioses. El sistema solar con doce cuerpos es una reinterpretación moderna sin base arqueológica.
Entonces, ¿por qué cala tanto esta teoría? Porque mezcla elementos potentes: misterio antiguo, ciencia mal entendida, crítica a la historia oficial, y una pizca de paranoia. Y porque Sitchin no era un vulgar estafador, sino un narrador con carisma y convicción. El problema es que confundió ficción con filología. Y así, la civilización que inventó la contabilidad, el derecho y la astronomía, quedó convertida para muchos en una estación de paso para dioses con casco.
Pero no hacen falta alienígenas para explicar el genio humano. Basta con mirar con atención las tablillas, las ruinas, los textos verdaderos. Y ahí, sin necesidad de Nibiru ni oro cósmico, están los sumerios: los verdaderos pioneros de la civilización.
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