Durante siglos hemos asumido que las estrellas son entidades estables. Que nacen, viven millones o miles de millones de años, y mueren con estertores luminosos que podemos ver desde la Tierra. Por eso resulta tan inquietante la posibilidad de que algunas simplemente… desaparezcan. Así, sin explotar, sin dejar rastro, sin ni siquiera una despedida fotónica. Esta es la premisa del proyecto VASCO, liderado por la astrofísica Beatriz Villarroel: rastrear estrellas que hayan aparecido o desaparecido en el cielo comparando imágenes astronómicas de mediados del siglo XX con las de hoy.
La idea es tan simple como ambiciosa. El equipo tomó más de 600 millones de objetos del catálogo USNO-B1.0 (basado en placas fotográficas de los años 50) y los comparó con catálogos modernos como Pan-STARRS. Tras un filtrado inicial aparecieron 150.000 objetos visibles antes y ahora ausentes. De esos, se analizaron manualmente 24.000, y finalmente se identificaron alrededor de 100 candidatos sólidos. Objetos luminosos que estaban, y ahora no están. Que brillaban en la noche del pasado, pero no han vuelto a hacerlo desde entonces.
¿Podría tratarse de errores en las placas fotográficas? Sin duda. Artefactos, burbujas en la emulsión, rayones o polvo son el pan de cada día en archivos antiguos. Pero Villarroel y su equipo han sido meticulosos: han eliminado coincidencias dudosas, emparejamientos incorrectos y todo lo que pueda parecer ruido instrumental. Lo que queda, dicen, son casos que desafían explicaciones sencillas. Y aquí empieza el festival de hipótesis.
También está la hipótesis más inquietante (y para algunos, la más poética): las supernovas fallidas. Estrellas supermasivas que colapsan directamente en agujeros negros sin emitir luz visible. Una especie de muerte silenciosa, sin fuegos artificiales. El problema es que estas serían muy raras. Tanto, que encontrar varias en unas pocas décadas sería, cuanto menos, estadísticamente sospechoso.
Y luego, claro, está lo que todos estáis pensando: extraterrestres. El proyecto VASCO, de hecho, se ideó también como una estrategia SETI alternativa. Porque si alguna civilización alienígena hubiera construido una megaestructura alrededor de su estrella (digamos, una esfera de Dyson), podría haberla oscurecido completamente desde nuestra perspectiva. Pero hasta ahora no hay evidencia alguna de que eso esté ocurriendo. Ninguna de las fuentes analizadas muestra patrones artificiales, ni se han observado atenuaciones progresivas, ni nada que huela remotamente a astroingeniería.
También se ha propuesto otra explicación menos galáctica y más geopolítica: algunos de estos destellos podrían estar relacionados con pruebas nucleares atmosféricas. Al comparar los registros de los años 50 con los calendarios de detonaciones, se ha observado una correlación llamativa. Quizá la radiación generó efectos secundarios en la atmósfera, o quizá simplemente se trata de coincidencias temporales. Pero no deja de ser una pista curiosa.
Por supuesto, hay críticas. Algunos astrónomos argumentan que muchos de estos objetos con perfil puntual podrían ser defectos de emulsión. Otros responden que justo ese perfil redondeado sería característico de un destello real ultrarrápido, no de una exposición prolongada. Y así seguimos. La mayoría de la comunidad coincide en una cosa: casi todos los candidatos acabarán teniendo una explicación mundana. Pero algunos quizá no.
Ese es, al final, el valor del proyecto VASCO. No porque haya encontrado aliens, sino porque nos obliga a mirar con nuevos ojos los archivos viejos. A sospechar de lo que damos por hecho. Y a plantearnos que el cielo, aunque parezca inmutable, puede tener sus propios trucos bajo la manga. Quién sabe. Tal vez alguna estrella no desapareció. Tal vez simplemente se escondió. O tal vez, como algunos humanos, decidió que ya había brillado bastante por esta vida.
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