
Hace unos días vi en prensa un titular llamativo: «El gigantesco impacto que hizo posible la vida en la Tierra indica que, posiblemente, estamos solos«. Pese al titular tan sensacionalista, el contenido que lo acompañaba era bastante correcto.
Lo curioso es que el manganeso y el cromo son elementos que se evaporan fácilmente, aunque a temperaturas distintas: el manganeso a unos 1.123 ºK y el cromo a 1.291 ºK. Esa diferencia hizo que se distribuyeran de forma distinta en el disco de gas y polvo que rodeaba al joven Sol. Los investigadores compararon las proporciones de estos elementos en la Tierra actual y, retrocediendo en el tiempo con este “reloj cósmico”, llegaron a una conclusión sorprendente: la proto-Tierra ya había perdido la mayor parte de sus elementos volátiles (como agua, carbono o nitrógeno) apenas 3 millones de años después de la formación de las primeras rocas del Sistema Solar. Es decir, mucho antes del gran impacto con Theia.
Esto significa que no fue el choque con Theia lo que secó a la Tierra, como a veces se pensaba. La proto-Tierra ya era pobre en volátiles desde su origen. Entonces, ¿qué aportó Theia? Según los modelos más aceptados, la proto-Tierra representaba el 90% de la masa actual y estaba muy seca, mientras que Theia, que aportó el 10% restante, era rica en agua y compuestos orgánicos, similares a los que vemos en meteoritos primitivos. El choque mezcló ambas químicas: un planeta árido recibió un “paquete de bienvenida” con los ingredientes esenciales para convertirse en habitable. Eso no significa que Theia “trajera la vida”, pero sí que entregó el material necesario para que, millones de años después, pudiera surgir.
El estudio también arroja luz sobre otro misterio: ¿por qué la proto-Tierra era tan seca? Analizando meteoritos que representan material primitivo del Sistema Solar, los autores vieron que ellos también perdieron sus volátiles en el mismo intervalo temporal: entre 1,8 y 3,4 millones de años tras el nacimiento del Sistema Solar. La explicación más sencilla es que no fue un proceso violento, sino la disipación del gas del disco protoplanetario. Cuando ese gas desapareció, los cuerpos que ya se habían formado quedaron “congelados” en su composición: algunos con abundancia de volátiles, otros (como la proto-Tierra) casi sin ellos, dependiendo de su posición y del momento en que se formaron.
Este resultado encaja con observaciones de otros sistemas planetarios: los discos de gas suelen desaparecer entre 3 y 5 millones de años tras su formación. Que la proto-Tierra muestre ese mismo límite refuerza la idea de que la cronología isotópica y la astronomía apuntan a lo mismo. También explica por qué los planetas más cercanos al Sol (Mercurio y Venus) son aún más pobres en volátiles, mientras que Marte, más alejado, es relativamente más rico.
Y aquí viene lo interesante: para que Theia, rica en volátiles, acabara chocando con la proto-Tierra, tuvo que formarse más lejos y luego migrar hacia dentro, quizá empujada por la gravedad de Júpiter o por inestabilidades en el joven Sistema Solar. Ese golpe catastrófico no creó la vida, pero sí dio a nuestro planeta el cóctel químico adecuado para que, con el tiempo, pudiera convertirse en un mundo con océanos y atmósfera.
Por supuesto, no todo está resuelto. No hay consenso total sobre la composición exacta de Theia: algunos modelos sostienen que era muy parecida a la Tierra y también pobre en volátiles. Pero el escenario de una proto-Tierra seca y una Theia rica en compuestos químicos es, de momento, el que mejor encaja con la evidencia.
Y aquí cabe una reflexión inevitable: ¿qué habría pasado si Theia no hubiese existido o si nunca hubiera chocado con la proto-Tierra? Lo más probable es que nuestro planeta hubiera permanecido árido, sin el agua ni el carbono suficientes para que surgiera la vida. Esa posibilidad abre un interrogante mayor: en otros sistemas solares, estar en la llamada «zona habitable» ¿hace inviable la presencia en abundancia de esos ingredientes? Quizá por eso los mundos habitables sean menos frecuentes de lo que nos gustaría imaginar y que esa sea la razón de que escuchemos ahí fuera, y no oigamos más que el silencio.
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