Hoy los días duran unas 24 horas, pero hace 1.4 mil millones de años, apenas alcanzaban las 18 horas. Y este cambio, minúsculo en escalas humanas, fue suficiente para alterar la historia de nuestro planeta.
La conexión entre el ritmo del día y la vida
La idea de que un día más largo favoreciera la vida podría sonar extraña. Para entenderlo mejor, pensemos en un jardín: si cada día recibiera solo un par de horas de luz solar, las plantas tendrían dificultades para crecer. Algo similar ocurría hace miles de millones de años con los microbios llamados cianobacterias.
Estas pequeñas arquitectas de la vida fueron responsables del Gran Evento de Oxigenación, hace unos 2.4 mil millones de años. Las cianobacterias realizaban fotosíntesis, liberando oxígeno como subproducto. Pero su capacidad de producir oxígeno dependía de la cantidad de luz solar disponible durante el día.
¡Y aquí es donde entra en juego el alargamiento de los días! Con jornadas más largas, estas bacterias pudieron trabajar durante más tiempo, generando cada vez más oxígeno y transformando poco a poco la atmósfera.
El papel discreto de la Luna
Aunque parezca distante, la Luna es una pieza clave de esta historia. Su gravedad genera un freno en la rotación de la Tierra, un proceso llamado frenado de marea. Al jalar de nosotros, la Luna no solo provoca las mareas, sino que también estira el planeta, frenándolo sutilmente y alejándose unos centímetros cada año.
Es como si una madre tirara suavemente del brazo de su hijo que corre: el niño desacelera, su paso se hace más pausado. De esta manera, nuestra Luna ha sido fundamental para que los días se estiren a lo largo de millones de años.
Experimentos bajo el agua: pistas en el Lago Huron
Un equipo de científicos se sumergió en el Middle Island Sinkhole, en el Lago Huron, donde encontraron mats microbianos que imitan a las antiguas comunidades de cianobacterias. Al observarlas, notaron un fenómeno curioso: por la noche, microbios que consumen azufre dominan la superficie. Al amanecer, tardan horas en retirarse, permitiendo que las cianobacterias tomen su lugar y comiencen a producir oxígeno.
Este retraso matutino significa que si el día es muy corto, las cianobacterias apenas tienen tiempo para hacer su trabajo. Cuanto más largo es el día, más productivas pueden ser. Es como si en una jornada laboral muy breve apenas alcanzáramos a encender el ordenador antes de tener que apagarlo de nuevo.
Modelos que unen microbios y planetas
Guiados por esta observación, los investigadores diseñaron modelos matemáticos para simular la relación entre la duración del día, la fotosíntesis y el nivel de oxígeno atmosférico.
Uno de los descubrimientos más fascinantes fue que dos días de 12 horas no equivalen a uno de 24. Aunque podría parecer lo mismo en términos de sol disponible, la liberación de oxígeno no sigue exactamente el ritmo de la luz solar, debido a la lenta difusión molecular.
Este pequeño desfase significa que un día continuo de 24 horas permite una producción de oxígeno mucho más eficiente que dos días cortos, ilustrando cómo pequeñas diferencias pueden tener consecuencias gigantescas.
Más allá del Gran Evento de Oxigenación
El modelo también ayuda a explicar otro gran hito: el Evento de Oxigenación del Neoproterozoico, ocurrido entre 800 y 550 millones de años atrás. Durante ese período, los niveles de oxígeno volvieron a aumentar, impulsando la evolución de formas de vida más complejas.
De este modo, la investigación revela un lazo invisible que conecta las leyes de la física a escala molecular con los ritmos planetarios, como si el lento vals de la Tierra y su Luna hubiera tejido, con paciencia infinita, el tapiz de la vida.
Una visión de conjunto
Este descubrimiento nos recuerda que la vida en la Tierra es el resultado de una serie de casualidades y sincronías asombrosas. No solo dependemos de la química de nuestros mares o la energía del Sol, sino también del compás secreto de nuestro planeta.
Así, cada segundo extra que la Tierra gana en su rotación es un eco de aquellos antiguos cambios que allanaron el camino para nosotros. Somos, en definitiva, hijos de la luz, del agua… y del tiempo.
☞ El artículo completo original de Natalia Polo lo puedes ver aquí
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