Enero de 2025 será recordado como el mes en que las redes sociales se llenaron de titulares sensacionalistas sobre el James Webb que había «demostrado» que nuestro universo está dentro de un agujero negro. Los algoritmos hicieron su trabajo y pronto Twitter, Facebook y YouTube se llenaron de vídeos explicando cómo finalmente habíamos descubierto la naturaleza real de nuestro cosmos. Como siempre que algo suena demasiado espectacular para ser cierto, hay que ir a las fuentes originales y separar el grano de la paja. Y vaya si había paja que separar.
Todo empezó con un estudio de Lior Shamir, un profesor de informática de la Universidad Estatal de Kansas, publicado en una revista respetable: Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Shamir analizó imágenes del telescopio James Webb de 263 galaxias espirales del programa JADES y descubrió algo curioso: aproximadamente el 60% giraban en sentido horario relativo a nuestra Vía Láctea, mientras que solo el 40% lo hacían en sentido antihorario. En un universo aleatorio, esperaríamos un reparto midad y mitad, así que esto parecía anómalo.
Hasta aquí, ciencia sólida. El problema llegó cuando algunos medios decidieron que este pequeño desequilibrio en la rotación de galaxias era evidencia de que vivimos dentro de un agujero negro. Era como encontrar que en tu pueblo hay más gatos siameses que persas y concluir que vives en Tailandia. El salto lógico era, por decirlo suavemente, ambicioso.
Pero hagamos un poco de arqueología científica, porque esta idea de que nuestro universo es el interior de un agujero negro no nació ayer ni con el James Webb. En 1972, el físico Raj Kumar Pathria demostró que matemáticamente se podía emparejar un universo en expansión tipo Friedmann-Robertson-Walker con el interior de un agujero negro de Schwarzschild. Era un ejercicio geométrico elegante, pero nada más que eso: pura matemática sin evidencia observacional.
La cosa se puso interesante en los años 80 y 90 cuando físicos como Edward Farhi, Alan Guth y Lee Smolin empezaron a desarrollar teorías más sofisticadas. Smolin propuso su idea de «selección natural cosmológica» donde los agujeros negros generarían universos bebé con constantes físicas ligeramente distintas. Era una hipótesis fascinante que convertía a los agujeros negros en úteros cósmicos, pero seguía siendo especulación teórica sin manera de comprobarla.
En tiempos más recientes, físicos como Nikodem Popławski han usado la teoría de Einstein-Cartan para sugerir que la torsión del espacio-tiempo podría evitar las singularidades en los agujeros negros, creando un «rebote» que se vería como un Big Bang desde el otro lado del horizonte de sucesos. Y desde la gravedad cuántica de bucles, Carlo Rovelli y Hal Haggard han propuesto que los agujeros negros podrían convertirse en agujeros blancos a través de efectos cuánticos, potencialmente dando nacimiento a nuevas regiones del espacio-tiempo.
Todo esto suena muy exótico y revolucionario, pero hay un pequeño problema: la evidencia observacional no está de su lado. Los datos del satélite Planck, que ha mapeado el fondo cósmico de microondas con precisión exquisita, muestran que nuestro universo es estadísticamente isótropo. Esto significa que no hay direcciones preferentes en el cosmos, y las probabilidades de que el universo tenga una rotación significativa son de 1 en 121,000. Si viviéramos dentro de un agujero negro rotante, como sugieren algunas versiones de la teoría, deberíamos ver huellas claras de esa rotación en el CMB. No las vemos.
Volvamos al estudio de Shamir. Sus 263 galaxias son una muestra minúscula comparada con los más de 100 millones de galaxias que ha observado el James Webb. Es como hacer una encuesta electoral preguntando a 263 personas y extrapolar el resultado a todo un país. Además, todas estas galaxias están en una sola región del cielo, cerca del polo galáctico de la Vía Láctea. Esto no es una muestra representativa del universo, es un sesgo de selección gigantesco.
El propio Shamir, en su honestidad científica, ofrece una explicación mucho más mundana para sus resultados: el efecto Doppler causado por el movimiento de la Tierra alrededor del centro de la Vía Láctea. Cuando nos movemos hacia una galaxia que rota en dirección opuesta a nosotros, su luz se ve ligeramente más brillante debido al corrimiento al azul. Esto hace que los telescopios detecten más galaxias rotando en esa dirección, creando un sesgo observacional que nada tiene que ver con agujeros negros cósmicos.
Los cosmólogos mainstream no se han quedado callados ante estas especulaciones. Sean Carroll, del Caltech, fue directo al grano en 2010: «¿Es el universo un agujero negro? No, no lo es». Su argumento es simple pero demoledor: por definición, un agujero negro es una región del espacio de la cual nada puede escapar, lo que implica que debe haber una región exterior. Nuestro universo no tiene tal región exterior observable. Además, el universo se está expandiendo, no contrayéndose hacia una singularidad como sería de esperar dentro de un agujero negro.
Paul Sutter, escribiendo en Scientific American en abril de 2025, fue igual de contundente criticando específicamente el estudio de Shamir. Señaló que basar conclusiones cosmológicas revolucionarias en una muestra de 263 galaxias filtradas extremadamente es metodológicamente cuestionable.
La comunidad científica seria distingue claramente entre ejercicios teóricos interesantes y ciencia establecida. Las teorías del universo-dentro-de-agujero-negro pertenecen a la primera categoría. Son matemáticamente consistentes, intelectualmente estimulantes, y útiles para explorar los límites de nuestras teorías, pero carecen del respaldo observacional necesario para convertirse en ciencia aceptada.
Esto no significa que debamos descartar completamente estas ideas. La ciencia progresa explorando posibilidades extrañas que a menudo resultan ser correctas. Pero sí significa que debemos ser honestos sobre el estado actual de la evidencia. Los datos de Planck, los estudios de cartografiado de la estructura a gran escala del universo, las observaciones de ondas gravitacionales de LIGO, todo apunta hacia un universo que sigue el modelo cosmológico estándar (Lambda-CDM), no hacia un cosmos atrapado dentro de un agujero negro.
La historia de la ciencia está llena de ideas revolucionarias que parecían absurdas hasta que la evidencia las respaldó. La relatividad de Einstein, la mecánica cuántica, la expansión del universo, todas enfrentaron escepticismo inicial. Pero también está llena de especulaciones atractivas que nunca encontraron apoyo empírico. El éter luminífero, los canales de Marte, la fusión fría, todas sonaban fascinantes hasta que la realidad las desinfló.
Las afirmaciones de que el James Webb ha «probado» que vivimos dentro de un agujero negro pertenecen a esta segunda categoría. No son evidencia de una revolución cosmológica, sino un ejemplo perfecto de cómo los medios de comunicación y las redes sociales pueden distorsionar hallazgos científicos modestos hasta convertirlos en sensacionalismo puro.
Lior Shamir hizo ciencia respetable identificando una anomalía estadística pequeña en una muestra limitada de galaxias. Propuso dos explicaciones posibles, una exótica y otra mundana, y fue honesto sobre las limitaciones de su estudio. Los medios tomaron la explicación exótica, ignoraron las limitaciones y la mundana, y la convirtieron en «prueba» de algo que no prueba en absoluto.
Mientras tanto, nuestro universo sigue expandiéndose pacíficamente según las ecuaciones de Einstein, sin mostrar señales de estar atrapado dentro del horizonte de sucesos de ningún agujero negro. Los cosmólogos continúan refinando nuestro entendimiento del cosmos a través de observaciones precisas y teorías rigurosas, no através de especulaciones mediáticas sensacionalistas.
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