El papel de los genes en el autismo
Uno de los grandes avances ocurrió en 1977, cuando un estudio demostró que los gemelos idénticos tienen una probabilidad muy alta –superior al 90%– de compartir un diagnóstico de autismo, en contraste con apenas un 34% en gemelos fraternos. Desde entonces, ha quedado claro que los factores genéticos juegan un papel clave. Pero la pregunta que aún desconcierta a los científicos es: ¿cuáles son esos genes y cómo interactúan?
La respuesta no es sencilla. En algunos casos, se han identificado mutaciones genéticas potentes que, por sí solas, pueden explicar cambios significativos en el desarrollo cerebral. Estas mutaciones pueden ser tan impactantes que provocan discapacidades intelectuales severas, epilepsia o dificultades motoras. Son casos poco frecuentes, pero muy estudiados porque ofrecen pistas valiosas.
Por ejemplo, mutaciones en genes como Shank3 o SCN2A están vinculadas a formas de autismo más complejas. A veces, estas mutaciones aparecen por azar, durante el desarrollo del embrión, y no están presentes en el ADN de los padres. A este fenómeno se le llama mutación de novo, y es como si un rayo cayera del cielo: inesperado y difícil de predecir.
La suma de pequeñas diferencias
Sin embargo, en la mayoría de los casos, el autismo no se debe a una sola causa, sino a la combinación de miles de variantes genéticas comunes. Estas pequeñas diferencias, presentes en toda la población, no son peligrosas por sí solas, pero al combinarse pueden influir en cómo se conecta y funciona el cerebro.
Es como preparar una receta: un solo ingrediente puede no tener mucho sabor, pero si se añaden muchos elementos parecidos, el resultado puede ser muy distinto. Así, algunos niños heredan una mezcla de variantes genéticas que, sumadas, pueden dar lugar a una forma de procesamiento del mundo distinta: lo que llamamos neurodivergencia.
Esto también explica por qué a veces un niño autista tiene un padre o madre que, sin haber recibido un diagnóstico, muestra rasgos similares: preferencia por el orden, dificultad para leer emociones o gran atención al detalle. La diferencia es que, en el adulto, estos rasgos no afectan tanto su vida diaria.
¿Y el ambiente?
Aunque la genética tiene un papel central, no lo explica todo. Incluso entre gemelos idénticos, uno puede desarrollar autismo y el otro no. Aquí es donde entran en juego los factores ambientales. La ciencia ha descartado mitos como la relación entre vacunas y autismo, y se enfoca ahora en elementos reales, como la exposición prenatal a contaminación del aire, pesticidas, complicaciones en el parto o nacimiento prematuro.
Comprender cómo estos factores interactúan con la genética es como armar un puzzle con piezas móviles. Es una tarea compleja, pero cada descubrimiento nos permite ver mejor el conjunto.
Más allá del diagnóstico: diversidad y apoyo
Uno de los aspectos más importantes que hoy se reconoce es que el autismo no es una sola cosa. Hay personas que necesitarán apoyo de por vida para comunicarse, aprender o desenvolverse, y otras que llevan una vida totalmente independiente, con una identidad autista que valoran y defienden.
De hecho, cada vez más personas rechazan la idea de que el autismo sea un “trastorno” que deba ser tratado o eliminado. Lo ven como una forma válida de existir y de experimentar el mundo. Y este punto de vista plantea un debate ético profundo en el campo de la investigación genética.
Por ejemplo, algunos temen que si en el futuro existiera una prueba prenatal para detectar autismo, podría usarse para evitar nacimientos, como ya ocurre en ciertos países con otras condiciones genéticas. Estas preocupaciones no son teorías conspirativas: reflejan una desconfianza real hacia cómo se podría usar la información genética en una sociedad que aún lucha por aceptar la diversidad.
Nuevos caminos: medicina personalizada
A pesar de las tensiones, la genética también está abriendo oportunidades terapéuticas reales para las familias que lo necesitan. Existen ensayos clínicos en marcha para tratar formas específicas de autismo ligadas a genes concretos, como el Shank3. En algunos casos, los científicos han logrado aumentar la actividad de la copia saludable del gen, reduciendo así el impacto de la mutación.
Incluso se está explorando el uso de terapia génica prenatal, con el objetivo de intervenir antes del nacimiento en los casos más graves. Aunque suena a ciencia ficción, estas tecnologías ya están en fase experimental, con el respaldo de agencias como la FDA en Estados Unidos.
Sin embargo, es importante diferenciar entre intervenir para mejorar una discapacidad severa y tratar de “corregir” lo que simplemente es una manera distinta de ser. Muchos expertos creen que sería más adecuado enfocar estos tratamientos en condiciones que frecuentemente acompañan al autismo, como epilepsia, trastornos del sueño, problemas digestivos u obsesivo-compulsivos, en lugar de intentar modificar la identidad autista en sí.
Escuchar para avanzar
Una de las claves para avanzar sin dañar es escuchar a la comunidad autista. La ciencia ha hecho enormes progresos, pero necesita integrar más las voces de quienes viven con autismo, no solo como pacientes, sino como protagonistas.
Personas autistas, sus familias, profesionales de la salud y genetistas deben colaborar para que los descubrimientos se traduzcan en apoyo real y respetuoso, no en decisiones impuestas. Porque al final, la ciencia no solo debe buscar respuestas, sino también mejorar la vida de quienes están en el centro de esas preguntas.
☞ El artículo completo original de Natalia Polo lo puedes ver aquí
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