De culpas erróneas a descubrimientos genéticos
Hasta bien entrado el siglo XX, algunas teorías sobre el autismo eran profundamente erróneas e incluso dañinas. Una de las más infames fue la hipótesis de la «madre nevera», propuesta por el psiquiatra Leo Kanner, quien sugería que el autismo surgía por madres frías y distantes. Esta teoría estigmatizó a muchas familias durante décadas.
No fue sino hasta 1977 que un estudio con gemelos idénticos sacudió el tablero. Allí se demostró que si uno de los gemelos presentaba autismo, la probabilidad de que el otro también lo tuviera superaba el 90%, lo que apuntaba claramente a una base genética. En comparación, los gemelos no idénticos del mismo sexo compartían el diagnóstico en un 34% de los casos, frente al 2,8% de prevalencia en la población general.
Genes con efectos poderosos
Con el tiempo, los científicos han identificado mutaciones genéticas que pueden ser responsables de casos específicos de autismo. Algunas de estas alteraciones tienen un impacto tan fuerte que, por sí solas, pueden alterar el desarrollo del cerebro de forma significativa. Son como piedras lanzadas al agua que generan ondas muy visibles: retrasos motores, discapacidad intelectual o epilepsia.
Una de las primeras pistas importantes llegó en 2003, cuando se descubrieron mutaciones en genes que participan en la formación de conexiones neuronales, conocidas como sinapsis. A partir de ahí, se han identificado más de 100 genes que pueden tener algún rol en el desarrollo del trastorno del espectro autista (TEA).
En algunos casos, estas mutaciones aparecen de forma espontánea —los llamados «variantes de novo»—, como si un rayo cayera sin previo aviso en el desarrollo embrionario. En otros, las alteraciones genéticas pueden ser heredadas, pero no siempre provocan autismo en los padres. ¿Por qué? Porque el efecto combinado con otros genes heredados puede marcar la diferencia.
Una sinfonía genética compleja
Sin embargo, la mayoría de los casos de autismo no se explican por un único gen. Son el resultado de la interacción entre miles de variantes genéticas comunes que, juntas, modifican la forma en que el cerebro se conecta, procesa la información y responde al entorno.
Estas variantes están presentes en muchas personas, sean o no autistas. Lo que cambia es la combinación y la intensidad. Algunos padres pueden tener rasgos como una preferencia por el orden, dificultad para leer emociones o una sensibilidad particular a los patrones. Pero solo sus hijos, con una carga genética mayor, desarrollan autismo como tal.
La metáfora aquí es útil: imagina que el desarrollo cerebral es como una orquesta afinada. Algunas pequeñas variaciones en los instrumentos no cambian mucho la melodía. Pero si se acumulan muchas o si un instrumento importante desafina de forma radical, la sinfonía puede sonar muy diferente. Así ocurre con el cerebro autista.
El papel del ambiente
Aunque la genética tiene un rol protagonista, factores ambientales también pueden entrar en escena. Incluso en gemelos idénticos, uno puede desarrollar autismo y el otro no. Entre los factores no genéticos que se investigan están la exposición prenatal a ciertos pesticidas o contaminación, nacimientos prematuros extremos o complicaciones durante el parto.
Pero es importante tener cuidado con teorías sin respaldo. Por ejemplo, la idea de que las vacunas causan autismo ha sido ampliamente desmentida por la comunidad científica. Aun así, los debates sobre el origen del autismo continúan, con propuestas de investigaciones a gran escala que han generado tanto expectativa como preocupación en parte de la comunidad científica y autista.
Entre la ciencia y la identidad
Aquí surge un dilema ético: mientras que algunos investigadores buscan tratamientos o intervenciones basadas en la genética, muchas personas autistas consideran su neurodivergencia como una parte integral de su identidad, no como algo que deba «curarse».
Hay casos severos donde el diagnóstico incluye retraso intelectual profundo, ausencia de lenguaje y dependencia de por vida. En estos escenarios, los estudios genéticos pueden ofrecer esperanza a familias que buscan entender y planificar el futuro. Por ejemplo, saber si una mutación es de novo permite estimar el riesgo de que se repita en un próximo hijo.
Pero para otros, el autismo se vive como una forma distinta de percibir el mundo, con fortalezas particulares: pensamiento lógico, creatividad visual, habilidades matemáticas o gran atención a los detalles. Las variantes genéticas relacionadas con el autismo, curiosamente, también se asocian con mayores niveles educativos y talento en áreas como la música o las artes visuales.
¿Se puede (o se debe) intervenir?
Algunos ensayos clínicos están explorando tratamientos dirigidos a genes específicos, como el Shank3, en niños con autismo profundo. Se han probado sustancias como el litio para modular el funcionamiento de estos genes y se estudian terapias génicas que podrían aplicarse incluso en etapas prenatales. La idea es activar la copia saludable del gen que no está afectada.
Esto ha abierto un debate ético complejo. Algunos temen que este tipo de avances pueda llevar a pruebas genéticas prenatales que deriven en la eliminación de embriones con predisposición al autismo. Es un tema muy sensible, que recuerda otras épocas de la historia marcadas por la discriminación genética.
Reconocer la diversidad, apoyar a cada individuo
La comunidad científica hoy busca un equilibrio entre reconocer la neurodiversidad y ofrecer apoyos específicos a quienes más lo necesitan. El término “autismo profundo” ha sido adoptado por organismos como la revista médica The Lancet para referirse a las personas que requieren cuidados constantes y no pueden comunicarse verbalmente.
Comprender el componente genético del autismo no significa buscar una solución única para todos. Más bien, se trata de mejorar el diagnóstico, el apoyo personalizado y, en algunos casos, encontrar formas de aliviar condiciones asociadas como la epilepsia, los trastornos del sueño o gastrointestinales.
Un futuro con más inclusión
Cada avance en la genética debe ir acompañado de una conversación abierta con las personas autistas y sus familias. Como recuerda el investigador Thomas Bourgeron, debemos poner el foco en lo que cada persona necesita para florecer en una sociedad que valora y acoge las diferencias.
Porque al final del día, entender el autismo no se trata solo de genes, sino de personas. Y cada persona, como cada combinación genética, es única.
☞ El artículo completo original de Juan Diego Polo lo puedes ver aquí
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