14 de diciembre de 2012

De ratones y hombres o por qué los estudiantes cada vez se parecen más a los primeros

Antes de seguir adelante, querido lector, te pediría que volvieses a leer el título de este post y, en caso de que te ofenda, por mínimamente que sea, debo rogarte que no sigas adelante porque lo que te encontrarás será duro, sin pelos en la lengua. Podrás estar o no de acuerdo con lo que estoy a punto de expresar en toda su crudeza, pero también te digo que se trata de la pura realidad. Sí, puede que sea "mi" realidad, distorsionada por "mi" propia forma de pensar y de ver las cosas desde "mi" perspectiva individual, quizá nublada ya por mis más de dos décadas de experiencia en la labor docente universitaria o mismamente por "mi" peculiar forma de comportarme cuando era estudiante en la facultad. No obstante, creo "mi" deber como profesional comprometido con la enseñanza y la educación de los jóvenes, reflexionar, aunque sea en voz alta y delante de todos vosotros acerca de los derroteros por los que tristemente se mueve la clase estudiantil más privilegiada de la historia de este país.

Allá por el año 1990 comencé a impartir clases en la universidad, nada más licenciarme en física fundamental en la universidad de Cantabria. Siempre fui un buen estudiante, de los mejores durante mis estudios preuniversitarios y en todo momento tuve claro que el estudio y el conocimiento del mundo que me rodeaba era lo que me gustaba de verdad y a lo que aspiraba a dedicarme en el futuro. Durante mis años de bachillerato lo peor fue siempre la asignatura de religión y ello a pesar de estudiar en un colegio religioso. A continuación, y muy de cerca, la seguía la física, que se me daba fatal (nunca pasé del aprobado raspado) y tenía un profesor realmente nefasto (en matemáticas, sin embargo, era brillante). Pero había una diferencia entre la religión y la física y es que ésta era la que me volvía loco de verdad, era la herramienta que yo buscaba para explicar el universo, y eso tenía un atractivo irresistible para mí. Así que a pesar de tener las peores calificaciones de todas las asignaturas que cursaba, decidí ingresar en la facultad de ciencias físicas de la universidad de Cantabria en octubre de 1984. Y las notas mejoraron... y mucho. ¿Qué había pasado? ¿Eran mejores los profesores de la facultad que los del colegio de los padres dominicos de Oviedo? No, seguía teniendo profesores abominables, pero el que había cambiado era yo. Perseguía un objetivo, una meta que quería alcanzar y por la que iba a luchar hasta el límite de mi resistencia. Porque yo quería ser físico.

Hoy, en noviembre de 2012, más de 28 años después de aquellos cinco cursos de sacrificio, horas interminables de estudio, clases diarias, prácticas de laboratorio y exámenes agotadores (hasta 7 horas para resolver un único problema) me encuentro en el papel opuesto, el de profesor universitario (además de investigador y divulgador, aunque a algunos les duela y les corroa la envidia porque ellos son incapaces de hacer las tres cosas al mismo tiempo con mediana dignidad), una profesión cada día más incomprendida, desprestigiada y maltratada, y no solamente por los políticos sino por una gran parte de la sociedad.

 
Recuerdo perfectamente que durante mis años de universidad había profesores que me eran simpáticos, otros me resultaban indiferentes y algunos más que los hubiera estrangulado sin el menor remordimiento. Así y todo, jamás, repito, jamás se me ocurrió culparles de mi éxito o fracaso en la asignatura que impartían. Cuando yo aprobaba el examen, todo el mérito era mío y cuando suspendía el culpable absoluto era yo también. ¿Cómo iba a ser el culpable el profesor, si con alguno de ellos ni siquiera asistía a clase? (perdóneme, señor Amorós, pero es que sus clases de mecánica estadística a las 8 de la mañana no estaban hechas para mí). A pesar de todo, yo comprendía que aquello era mi trabajo y mi responsabilidad. Al fin y al cabo era mayor de edad y podía elegir libremente al gobierno de mi país. ¿Cómo iba a delegar mi responsabilidad en otros? Así pues, tenía que aprobar todas las asignaturas, me gustasen más o menos, fuese mejor o peor el profesor, asistiese o no a las clases. Y aprobé, ya lo creo que aprobé, porque yo quería ser físico. Y eso estaba por encima de todo lo demás.

Pues bien, años después, esto ya no es así, lamentablemente. Desde que yo estudiaba hasta hoy, desde el primer curso, 1990-91, en que empecé a impartir clases hasta el actual de 2012-13 en el que me encuentro, el cambio experimentado ha sido brutal, no digamos si se compara con mis años de facultad. No voy a caer en aquella frase tan manida de que todo tiempo pasado fue mejor, aunque en realidad así lo piense y esté convencido de ello, al menos en lo que concierne a la enseñanza y la educación. En cambio, os contaré mi opinión y os expondré todo lo acaloradamente que sea capaz las cosas que observo en mi aula a diario, las actitudes de mis estudiantes, que no os confundáis, son exactamente las mismas que adoptan y mantienen con el resto de los profesores que conozco (y no son pocos), tanto de mi mismo departamento, como de otros, de otras facultades y de otras comunidades autónomas diferentes a la mía. Es un problema mucho más general de lo que la gente ajena a la enseñanza se piensa y se puede llegar a creer. De hecho, así nos va...

Soy consciente de que la juventud es una etapa de la vida de las personas que hay que disfrutar y pasar lo mejor que se pueda. Ahora bien, ¿qué es exactamente disfrutar? Porque cuando yo oigo hablar de esa palabreja a mí me viene a la cabeza sentarme en una butaca y coger un libro o ver una estupenda película, charlar con los amigos de temas interesantes. O terminar mis estudios universitarios lo antes posible y buscar trabajo en lo que realmente me apasiona. Nunca se me pasa por la imaginación meterme en una osera a oler a oso, bailar sin control con el cuerpo descoyuntado y sudoroso mientras me apretujo contra una maraña de traseros prominentes, pechos abultados y turgentes y axilas sudorosas que terminan en unas garras que sujetan un vaso con bebidas y otras sustancias estimulantes, hasta que el cuerpo aguante.


Como os iba contando, hoy en día llego a mi aula y me encuentro una banda, un grupo de personas sin motivación alguna, con una desidia antológica, sin ninguna gana de acabar lo que han empezado, sin ilusión alguna o algo que se le parezca remotamente. Me encuentro con estudiantes (aunque este vocablo pierde su significado cuando a quien se refiere en raras ocasiones ha estudiado o estudia) que están matriculados en unas carreras, como son ingeniería o química, por citar sólo dos ejemplos, no habiendo cursado en el bachillerato la asignatura de física. ¿Qué van a entender y/o sacar en claro cuando yo les hable de mecánica, termodinámica, ondas, electromagnetismo, óptica o similar? ¿Cómo han sido tan insensatos? La respuesta es que resulta más cómodo deshacerse, mientras se pueda, (y nuestro sistema educativo así lo permite) de las asignaturas incómodas, complicadas y que requieren un esfuerzo superior a la media. Ya me preocuparé de la física cuando llegue a la universidad, la culpa es del sistema, la culpa la tiene mi instituto que no ofertaba la asignatura o no había profesor para impartirla. Todo excusas y mentiras para autoengañarse y descargar la responsabilidad en otros y no en uno mismo. Si te quieres ir a la escuela de ingeniería dentro de uno o dos cursos, te tienes que matricular de física en el bachillerato y si no puedes, te buscas la vida de otra manera, estudias por tu cuenta o asistes a una academia, pero no te vayas a los dos años a la universidad y le digas al profesor que lo que está contando no tienes que saberlo porque nunca te lo han explicado. Es tu problema, exclusivamente tuyo, majete. Y si no lo crees así, no vayas a la universidad hasta no estar preparado para ingresar en ella, que cuesta mucho dinero a papá y mamá, que suelen ser los que pagan en un 90% de las ocasiones, si no más.

Cuando, a pesar de todo lo anterior, el estudiante insensato decide de todas maneras matricularse en la universidad, en una carrera para la que no tiene base ni matemática ni física medianamente aceptables, el sacrificio personal para superar el hándicap también brilla por su ausencia. Ay, profesor, es que no entiendo nada de lo que cuenta, es que no tengo base. ¿Has estudiado, has consultado algún libro o has venido a las tutorías a que te eche una mano? No, es que me da vergüenza, no sé qué preguntar porque no entiendo nada, es que me lo explicaron muy mal el año pasado. Añagazas sin sentido, lo que te pasa es que te escabulles de tu responsabilidad. Cuando yo terminé mi bachillerato e iba a ingresar en la universidad me compré un libro de cálculo diferencial e integral y me hice más de 2000 derivadas e integrales aquel verano. Nunca tuve problemas fuera de los habituales para seguir una asignatura en la facultad. Vale, yo era un rarito y un friki, pero sabía lo que quería y me esforzaba por alcanzarlo cuanto antes, tenía ambición. Si quieres, puedes; es así de claro. Lo que tú aprendas por tu cuenta es mérito tuyo y constituye una ventaja a la hora de afrontar tus anhelos personales. No descargues el peso de tu labor en otros si lo puedes solucionar por ti mismo.


Permitidme que os cuente una cosa. Recuerdo un año que hice una encuesta a mis estudiantes de ingeniería. Entre otras cosas, les preguntaba cuántas horas estudiaban en casa al regrear de la facultad. No salía más de una hora en promedio. Yo estudiaba 6 horas todos los días, de 4 a 8 de la tarde y de 10 a 12 de la noche; los fines de semana no eran excepciones. Ay, profe, es que ahora tenemos muchas clases y no hay tiempo. Vale, pues estudia 3 horas diarias. Jo, profe, que hay otras cosas que hacer, no sólo estudiar. Perfecto, duerme menos.

Hace muchos años que mis estudiantes no sacan un sobresaliente en mi asignatura y no es porque yo sea un profesor duro, todo lo contrario. Los exámenes que hoy en día se ponen en el primer curso de universidad son pruebas que en mi época se realizaban cuando estabas en bachillerato (así, como suena, dejémonos de tonterías y afrontemos la realidad) y así y todo la gente se ve incapaz de resolver las cuestiones y problemas básicos y elementales. El primer curso de universidad se ha convertido en el tercer curso de bachillerato. La generación mejor preparada de la historia, una expresión que me saca de quicio, no sabe las leyes de Newton a pesar de haberlas estudiado una docena de veces. Ya no te encuentras estudiantes brillantes todos los años, como sucedía en mi generación, de hecho casi no encuentras a ninguno. Hay una uniformidad absoluta, nadie destaca (salvo muy escasísimas excepciones), no leen siquiera cuatro libros al año, nadie pone en aprietos al profesor con sus preguntas ingeniosas o plenas de comprensión de la materia explicada, nadie intenta ir más allá de donde yo les dejo, del mundo que les muestro en clase, ese mundo fantástico que está ahí afuera, al lado de ellos y que parecen ignorar con absoluta pasividad.

Las aulas se han quedado mudas, salvo por la infame voz del profesor, que debería ser la menos escuchada. Nadie pregunta nada, todos parecen entender lo que les cuento hasta que les pides que lo demuestren, no se les ocurre ninguna excepción, ningún caso particular o general, ninguna situación real donde se aplique la ley o concepto que les acabas de descubrir. Todo es silencio, aceptación pasiva. Lo que importa es la belleza y pulcritud de los apuntes, unas notas que nunca más se vuelven a mirar con los ojos del espíritu crítico, escéptico, que no se completan con la sabiduría y experiencia del profesor o del material bibliográfico recomendado y mucho menos con esa herramienta todopoderosa que es internet, con todos los extraordinarios medios que tienen a su alcance. ¡Cuánto los hubiese disfrutado yo en mis años jóvenes!


Y luego llegan los exámenes, una vez más, una y otra vez, como si fuera el colegio infantil. Uno, dos, tres exámenes, y en cada uno de ellos entra una materia que sonrojaría a cualquiera con dos dedos de frente. Hoy haremos un test sobre los dos primeros temas, estudiad que es muy importante sacar buena nota. Y ¡zas! Otra vez la misma desilusión. Les preguntas cosas que has repetido una y mil veces en clase y ni aun así. Les repites convocatoria tras convocatoria (hasta tres veces consecutivas lo he hecho) el mismo examen, sin cambiar una coma o un punto y siguen sin saber hacerlo. Tampoco saben empollarlo de memoria, aunque solo sea por aprobar, joder. Hay que ser torpe y necio para no superar la asignatura cuando te dan puntos por asistir simplemente a las clases. He llegado a ver estudiantes matriculados durante 10 cursos consecutivos de la misma asignatura. Y pienso: qué padres tan generosos y comprensivos que son capaces de entender que su niño o niña emplee toda una década de su vida para aprobar una asignatura básica de primer curso, aunque nunca se haya presentado a los exámenes. Eso sí, a mi niño o niña que no le falten un ordenador, un iPad, un iPod y un smartphone con los que puedan enviar SMS en clase, mientras el profesor se cabrea porque hacen ruidito las teclas. Si mi niño o niña suspende es que el profesor es un incompetente y no le sabe motivar. ¡Señores papás y señoras mamás, a la universidad se viene motivado de casa! Con lo que vale mi niño/a y lo que estudia, que está todo el día en la facultad y cuando llega a casa no sale de su cuarto. Claro que tampoco entra desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche...

Ah, y que no se te ocurra a pesar de todo, exigir como profesor lo que en conciencia crees que deberías porque si suspende un porcentaje poco razonable (para ellos, claro, los supertacañones que están sentados en la poltrona y no saben lo que es dar una puñetera clase o, peor aún, piensan que deben decirte cómo darla) entonces se desata la ira de las castas dirigentes, te llaman a su pulcro despacho amoquetado y te sugieren amablemente que pongas el nivel, el listón un poquito más abajo del suelo. Es que los chavales se deprimen si suspenden y se crean traumas que no les dejan disfrutar de la discoteca el próximo fin de semana, se dedican entonces a llamar por su smartphone a los amigos para contarles sus penas y la factura sube que no veas.

No os creáis que con la gente mayor pasa algo muy diferente. En los últimos tres cursos he impartido también docencia en el máster de formación de profesorado de secuandaria, bachillerato y formación profesional. Es decir, les he dado clase a los personajes que algún día pretenden ser los profesores de mi hija, que tiene ahora 10 años. Y os tengo que decir que el panorama no es muy diferente. Les encargas un trabajo a personas ya licenciadas, con un título superior y, se supone, con una vocación docente a prueba de bombas. Pues no, se quejan, intentan escaquearse y esforzarse lo menos posible, se retrasan en la entrega con excusas miserables y faltas de creatividad (coño, dime que tienes cáncer terminal, pero no que no pudiste porque no tuviste tiempo o ganas). Les he dicho en más de una ocasión: yo no quiero que le deis clase a mi hija en el instituto. Asqueado, abandoné. A los niños de 18 años se lo consiento, a los de 25  o más no.

Soy de la opinión, y nunca cambiaré, que la enseñanza y el aprendizaje deben mantener un cierto equilibrio, pero no se pueden comparar. Más aún, no se puede dejar todo el proceso bajo la responsabilidad del profesor. Si acaso, ésta debe ser mayor cuanto más bajo sea el nivel educativo, pero debe ir disminuyendo considerablemente a medida que llegamos a los niveles más altos, como el universitario. Así, a "mi" criterio personal (repito, personal) la responsabilidad en el rendimiento de un alumno universitario por parte del profesor no va más allá de un 10%; el otro 90% recae en el estudiante. Tal y como yo lo veo, la figura del profesor universitario debe ser la de un motivador, un provocador si me apuráis, un incitador al descubrimiento personal del estudiante, un orientador que con su experiencia personal y profesional ayude y contribuya a adquirir conocimiento de forma autónoma, a adoptar una serie de actitudes al estudiante: buscar información, seleccionarla, elaborar un trabajo de investigación individual o en grupo, saber dirigir el pensamiento y la razón por caminos no transitados, originales. El profesor debe mostrarte el método científico, en definitiva, y no ser un mero charlatán, recitando aburrido unos contenidos que están presentes en cualquier texto.

La clase magistral debe morir, no tiene sentido en la universidad. Cierto es que cuando se la quitas a los estudiantes, éstos son los primeros que se sienten incómodos (muchos profesores también) y piensan que si no tienen unos apuntes limpios y ordenados, no se les está enseñando nada útil. Ellos son los primeros en levantar la voz y protestar si se les quiere dar una enseñanza de calidad porque, no nos engañemos, han adoptado la posición cómoda, la que menos esfuerzo requiere. Poco importa luego caer en una contradicción flagrante y es que para qué quieres unos apuntes bonitos y completos si no miras para ellos. Les das un sermón con consejos útiles para estudiar y comprender la materia y te miran aburridos, con rostro de condescendencia, como diciéndote: anda, pesado, termina de una vez que quiero salir de aquí pitando. Y entonces descubres que cuando les estás diciendo lo más importante de todo, lo que no está en los libros, lo que te ha enseñado la vida, que es la que enseña de verdad, ellos están mirando por la ventana cómo pasa el motero de turno haciendo zumbar los tímpanos. Y eso mola...

Dejemos de culpar a los profesores de lo que solamente los estudiantes son responsables. ¿Acaso van a ser todos los profesores mediocres? ¿Por qué todos obtenemos unos resultados similares? De acuerdo que entre todos podemos resolver este problema y mejorar, hagamos autocrítica, pero mientras los estudiantes no se conciencien de que aquello que vienen a hacer en la universidad es una elección suya completamente libre y personal y que allí están para formarse en lo que un día constituirá su trabajo, con el que deberán sacar adelante a una familia y contribuir a la mejora de la sociedad, no habrá nada que hacer, no tendremos esperanza. Tendremos licenciados, tendremos ingenieros, pero su título sólo servirá para colgar de la pared. Nunca verán más allá de los hombros de los gigantes que se los han prestado para auparse. Ay del discípulo que no sea capaz de superar a su maestro...

Vivimos en una época difícil en la que además impera, no alcanzo a entender muy bien las razones, una corrección política deplorable que confunde churras con merinas. Abunda un "buenismo" y unas ansias por no decir ninguna clase de inconveniencia, de frase provocadora, que llega a rayar en lo estúpido. Todo ha de sonar bien y no hay que incomodar a nadie, que nadie se sienta incómodo por espetarle la verdad en la cara. Pues no, señores, no ha de ser así, la universidad la pagamos todos con nuestros impuestos y a mí, personalmente, incluso como asalariado en la misma, me interesa que el centro docente e investigador más importante de nuestro país funcione de la mejor manera posible, de forma excelente a poder ser. No me parece bien que las aulas universitarias estén llenas de gente (estudiantes y profesores) que no merece estar en ellas, personas que día tras día me dan motivos para pensar que algo está fallando, funcionando muy mal en esta sociedad falsa, cínica e hipócrita, que no se atreve a admitir lo que es una evidencia a gritos: la universidad debe ser para el que se la gane, para el que muestre un interés verdadero por aprender y enseñar a los demás, con su esfuerzo personal, y no para el que crea que eso es tarea de otros y piense que su responsabilidad termina en cuanto finaliza los trámites de matrícula. Igualdad de oportunidades para todos sí, por supuesto, pero cuando ya te han dado más de una y no las has sabido o querido aprovechar, mejor quedarte en el banquillo y dejar paso a otros que se lo ganen en el campo de juego. Me pregunto por qué no nos rasgamos las vestiduras cuando segregamos sin ningún pudor a los mejores deportistas y les proporcionamos centros de alto rendimiento que cuestan un dineral y, en cambio, insistimos en reunir toda clase de cerebros, mediocres y brillantes, en el mismo recinto, que no cuesta menos, precisamente? ¿Por qué razón nos empeñamos en poner el listón al nivel del menos cualificado, del menos dotado intelectualmente? ¿Acaso la inteligencia y la creatividad no merecen una medalla olímpica o una copa del mundo? ¿No basta ya de hipocresía y contradicción? ¿O acaso se trata de algo peor aún? ¿No será que tenemos miedo?


☛ El artículo completo original de Sergio L. Palacios lo puedes ver aquí

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