Este año ha sido particularmente significativo en la ocurrencia de acontecimientos disruptivos de nuestras prácticas cotidianas. La pandemia nos obligó a confinarnos e intentar reproducir mediante pantallas aquellas cuestiones que anteriormente resolvíamos cara a cara. En esta línea, Martín Caparrós ha puntualizado de forma correcta cómo se distingue nuestra forma de relacionarnos al estar desapegados de la profundidad del propio cuerpo.
Mientras el alcance de la pandemia fue global, en Chile a ello sumábamos el despliegue de un proceso de cambio institucional sin precedentes. Así, el domingo 25 de octubre más de siete millones de chilenas y chilenos sufragaron en favor de la discusión de una nueva Constitución, mediante una Convención Constituyente paritaria y elegida por la ciudadanía.
En principio, ambos eventos parecen no mantener un vínculo explícito. Sin embargo, pueden ser interpretados desde un concepto que le resulta particularmente valioso a la sociología. Tanto la pandemia como el proceso de discusión constitucional son instancias en las cuales se produce abiertamente un proceso de reflexivización de los vínculos e interacciones sociales. Esto es, inquirimos explícitamente porqué hacemos lo que hacemos. Por ejemplo, nos preguntamos sobre la pertinencia de las reuniones presenciales en contexto de pandemia y evaluamos la eficacia de los medios disponibles en vistas de alcanzar el fin pretendido; resolución que, como sabemos, ha significado un aumento explosivo de las videollamadas a través de plataformas digitales, como sucedáneo de los encuentros presenciales.
Son estas instancias de reflexivización las que ofrecen una oportunidad para racionalizar el mundo y (eventualmente) proveerlo de sentido ante el pavoroso desconcierto de la circunstancia.
Algo semejante ocurre con el proceso de discusión Constitucional en el caso chileno. Nos hallamos frente a la oportunidad histórica de inquirir y resolver sobre el modo en que configuramos las relaciones entre el estado y la ciudadanía. Mientras, se abre la discusión respecto de la determinación del ordenamiento institucional y sus contrapesos, así como la pregunta por qué bienes y derechos debería garantizar el nuevo acuerdo social que supone el proceso de sanción constitucional.
Todas estas cuestiones son fundamentales a la hora de abordar la relación entre derechos fundamentales y tecnologías: ¿Cuál será el estatuto de protección a los datos personales en el nuevo orden institucional y qué principios que orientarán su resguardo?, ¿Qué tipo de orientaciones es necesario establecer en vistas de la provisión de infraestructura de comunicaciones para favorecer la accesibilidad a internet?
Vistos en perspectiva, tanto la pandemia como la discusión constitucional nos ofrecen una alternativa común en aras de abordar críticamente nuestras interacciones mediadas por dispositivos digitales. Para ello, resulta fundamental partir por el reconocimiento de que no existe algo así como un salto discreto entre el denominado “mundo real u offline” y el “mundo virtual u online“. La contingencia que nos ha impuesto 2020, en el afán por buscar recrear un mundo en otro, para mantener alguna sensación de normalidad y productividad, nos han señalado que atestiguamos la consagración de un proceso de extendida y profunda mediatización de las relaciones sociales, que supone un contínuo entre las interacciones presenciales y las que se desarrollan a través de dispositivos y plataformas.
La ingenua idea de una diferencia radical entre lo “virtual” y lo “real” omite una de las consideraciones más ilustrativas del comportamiento social, aquella expuesta en el teorema de Thomas: “Si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias”. Así, las consecuencias sociales (y políticas) de un hecho no se encuentran necesariamente determinadas por el espacio en que ocurren, sino por las condiciones que favorezcan su plausibilidad para las y los agentes involucrados. Lamentablemente, esta comprensión supone también resultados homólogos a fenómenos como el de la desinformación. Esto supone un desafío significativo al modo en que pensemos nuestro orden normativo.
De esta forma, tanto la pandemia como la discusión por el orden institucional en cualquier país de la región pueden ser vistos como puntos de inflexión, funcionales a la articulación de indagaciones críticas sobre nuestras prácticas digitales, sus efectos y el debido resguardo de nuestros derechos fundamentales involucrados. En Derechos Digitales hemos reflexionado al respecto, desde orientaciones para la realización de videollamadas hasta el análisis crítico de las tecnologías como respuesta a la pandemia. Nos resta, por cierto, proyectar este trabajo en el contexto de la discusión constitucional.
Una forma de abordar esta tarea es comenzar por plantear una conversación que indague más allá de los derechos que han de ser protegidos por la Carta Fundamental. Es también requerido articular tales orientaciones normativas con una mirada crítica de las infraestructuras existentes, el nivel de desarrollo y las capacidades de nuestras instituciones y, en especial, la necesidad de replantear el rol de la ciudadanía como un agente determinante en los procesos de diseño y evaluación de planes y políticas públicas. Todo ello en vistas de favorecer relaciones e interacciones sociales tecnológicamente mediadas que permitan disputar, y no meramente reproducir, las desigualdades sociales de base que los extraordinarios acontecimientos de este año nos han permitido evidenciar.
☞ El artículo completo original de Patricio Velasco lo puedes ver aquí
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