El 1 de julio de 2025, los astrónomos de la red ATLAS (Asteroid Terrestrial-impact Last Alert System) detectaron un nuevo objeto viajando a toda velocidad por el sistema solar. Se trata de 3I/ATLAS, el tercer objeto interestelar jamás observado cruzando nuestra vecindad cósmica, después de 1I/’Oumuamua en 2017 y 2I/Borisov en 2019. La trayectoria de 3I/ATLAS no deja lugar a dudas: proviene de fuera del sistema solar, y su paso es tan veloz como fugaz. Se estima que mide entre 1 y 4 kilómetros de diámetro, aunque el margen de error es amplio, y presenta actividad cometaria, con una cola y coma claramente visibles.
El astrofísico Avi Loeb, conocido por su defensa de investigar científicamente lo inusual y que cuando se trata de objetos interestelares pierde el culo por salir en los medios, ha propuesto que 3I/ATLAS podría ser mucho más pequeño de lo que sugieren las primeras estimaciones. Según sus cálculos, si realmente tuviera un núcleo de varios kilómetros de diámetro, eso implicaría que hay muchos más objetos interestelares de ese tamaño de lo que permitiría la física de formación planetaria. Por eso plantea dos posibilidades: o bien el objeto es raro en extremo, o bien su tamaño ha sido sobrestimado debido al brillo generado por su coma, como ocurre en los cometas activos. En cualquiera de los dos casos, sugiere que conviene analizar los datos con cautela antes de sacar conclusiones sobre su naturaleza.
Y claro, con cada nuevo visitante, inevitablemente llega la pregunta que uno no puede evitar hacerse: ¿qué pasaría si uno de estos objetos viniera directo hacia nosotros? Pues ya que le hemos tomado el gusto a hacer números, como en el artículo de la Luna, supongamos un escenario hipotético: detectamos un objeto como 3I/ATLAS, de unos 3 kilómetros de diámetro, con rumbo de colisión directa contra la Tierra. A la velocidad a la que viajan estos intrusos (pongamos 60.000 km/h, es decir, unos 16,7 km/s), el impacto liberaría una energía colosal.
Haciendo los cálculos, si asumimos una densidad de 600 kg/m³ —un valor razonable para un cometa activo, como los que ya conocemos del sistema solar, que suelen tener estructuras muy porosas y están formados en gran parte por hielo—, el objeto tendría un volumen aproximado de 14 kilómetros cúbicos (14.137 millones de metros cúbicos) y una masa de unos 8,5 billones (europeos) de kilogramos. Su energía cinética sería de aproximadamente 1,2 x 10^21 julios. Esto equivale a unas 286.000 megatoneladas de TNT, o lo que es lo mismo: cerca de cinco millones de bombas de Hiroshima. El impacto provocaría tsunamis, incendios globales, cambios climáticos abruptos y posiblemente una extinción masiva, dependiendo del lugar del impacto. Aunque no alcanzaría la magnitud del famoso asteroide que acabó con los dinosaurios, jugaría en una liga parecida.
La cuestión tranquilizadora, sin embargo, es que la probabilidad de que un objeto interestelar impacte contra la Tierra es extremadamente baja. Estamos hablando de uno cada decenas o incluso cientos de millones de años. La razón es simple: estos objetos son escasos, viajan rápido, y su trayectoria suele pasar de largo. La Tierra, en proporción al espacio que la rodea, es un blanco ridículamente pequeño.
Eso no significa que debamos bajar la guardia. Aunque los objetos interestelares sean una amenaza estadísticamente improbable, los asteroides que sí pertenecen al sistema solar y cruzan la órbita terrestre son muchos más y están mejor posicionados para darnos un susto. Por eso, la vigilancia continua y los sistemas de alerta precoz siguen siendo nuestra mejor defensa. Porque en un universo donde pueden llover piedras a decenas de miles de kilómetros por hora, más vale mirar al cielo que mirar para otro lado.
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