Hay vídeos en YouTube que tienen esa capacidad especial de hacerte fruncir el ceño desde el primer segundo. «Exposed: Ozone hole hoax» de Steve Milloy es uno de esos casos donde alguien toma uno de los mayores éxitos de la ciencia aplicada a la política ambiental y decide convertirlo en una conspiración global. Su argumento suena convincente a primera vista: el agujero cambia de tamaño cada año, a veces es más pequeño, así que tal vez todo fue una exageración. O quizá los instrumentos fallaron. O la química es más complicada de lo que pensábamos. Es la receta habitual del negacionismo científico, pero se cae a pedazos cuando examinas los datos de cerca.
Pero empecemos por el principio, porque la historia real del agujero de ozono es fascinante y nada tiene que ver con conspiraciones. En mayo de 1985, tres científicos británicos del British Antarctic Survey publicaron en Nature algo que les había estado quitando el sueño: las mediciones directas de ozono desde la estación Halley en la Antártida mostraban caídas dramáticas cada primavera austral. Joe Farman, Brian Gardiner y Jon Shanklin no estaban buscando revolucionar la climatología; simplemente estaban haciendo su trabajo de medir ozono desde tierra con un espectrofotómetro Dobson, el mismo tipo de instrumento que llevaba décadas funcionando sin problemas.
Lo interesante viene después. NASA tenía satélites monitoreando la atmósfera desde finales de los 70, pero curiosamente no habían detectado este agujero gigante sobre la Antártida. ¿La razón? Los algoritmos de procesado automático estaban programados para descartar como «datos erróneos» cualquier valor de ozono que fuera demasiado bajo. Era tan increíble la magnitud de la destrucción que el software literalmente no se lo creía y tiraba esos datos a la basura, considerándolos artefactos instrumentales. Cuando los científicos de la NASA reexaminaron los datos históricos después de la publicación de Nature, se encontraron con que el fenómeno llevaba años ahí, gritando desde los satélites, pero nadie lo había escuchado porque parecía demasiado imposible para ser real.
Esta es precisamente la razón por la que Milloy y otros negacionistas pueden jugar con la narrativa de «problemas instrumentales». Hubo confusión inicial, pero al revés de como ellos lo cuentan: el hallazgo se hizo desde tierra con instrumentos tradicionales y fiables, y después se confirmó reexaminando los datos satelitales que habían sido mal procesados. No es que los instrumentos fallaran; es que los algoritmos no esperaban encontrar algo tan dramático.
La química detrás del fenómeno tampoco tiene nada de misteriosa, aunque Milloy sugiera que «no está clara». Los clorofluorocarbonos o CFC fueron inventados en los años 30 como refrigerantes «seguros» porque son inertes a temperatura ambiente. Precisamente por esa inercia química pueden permanecer en la atmósfera durante décadas, tiempo suficiente para que los procesos de mezcla atmosférica los transporten hasta la estratosfera. Y aquí viene el punto clave que siempre olvidan mencionar: aunque los CFC son más pesados que el aire, la atmósfera no es un lago donde las cosas pesadas se quedan en el fondo. Es un sistema dinámico y turbulento que mezcla constantemente masas de aire. Es como pretender que el perfume nunca llegue a tu nariz porque las moléculas aromáticas son más pesadas que el nitrógeno.
Una vez en la estratosfera, la intensa radiación ultravioleta rompe las moléculas de CFC y libera átomos de cloro extremadamente reactivos. Un solo átomo de cloro puede destruir miles de moléculas de ozono antes de combinarse con algo que lo neutralice, actuando como un catalizador diabólicamente eficiente. Mario Molina, Frank Sherwood Rowland y Paul Crutzen no se inventaron esto para ganar el Premio Nobel de Química de 1995; describieron un mecanismo que cualquier estudiante de química puede seguir paso a paso en una pizarra.
Pero el agujero de la Antártida tiene una particularidad que lo hace especialmente dramático. Durante el invierno polar, las temperaturas de la estratosfera pueden bajar de -80°C, lo suficiente para que se formen nubes estratosféricas polares, algo que normalmente no ocurre porque la estratosfera es muy seca. Estas nubes proporcionan superficies donde las reacciones heterogéneas convierten formas estables de cloro en formas ultrareactivas. Cuando llega la primavera y el sol vuelve a salir tras meses de noche polar, la fiesta destructiva comienza en serio. Es química atmosférica pura, no ciencia ficción.
¿Y qué pasa con la variabilidad que tanto obsesiona a Milloy? Cualquier fenómeno atmosférico oscila de año en año, y el agujero de ozono no es una excepción. El tamaño y la duración dependen de factores dinámicos: la fortaleza del vórtice polar, las temperaturas estratosféricas, los vientos, e incluso inyecciones ocasionales de vapor de agua por erupciones volcánicas. En 2023 tuvimos un agujero especialmente grande, mientras que 2024 resultó ser uno de los más pequeños desde que comenzó la recuperación. Esta variabilidad no es evidencia de engaño; es exactamente lo que esperarías de un sistema climático complejo donde la señal a largo plazo se superpone con ruido interanual.
Y esa señal a largo plazo es cristalina: desde que entró en vigor el Protocolo de Montreal en 1989, la concentración de sustancias destructoras de ozono en la estratosfera ha estado disminuyendo lentamente. Los paneles internacionales de evaluación científica WMO/UNEP, que sintetizan cientos de estudios revisados por pares, concluyen que la capa de ozono global debería recuperar sus niveles de 1980 hacia 2040, con el Ártico siguiendo hacia 2045 y la Antártida cerrando la recuperación completa hacia 2066. No son fechas sacadas de una bola de cristal; son proyecciones basadas en la vida atmosférica de los diferentes compuestos y las tasas de emisión actuales.
Fuente: https://ozonewatch.gsfc.nasa.gov/statistics/annual_data.html
Por supuesto, siempre aparecen los mitos comodín que Milloy y otros suelen esgrimir cuando se quedan sin argumentos sólidos. «Los volcanes emiten más cloro que la industria humana», dicen, ignorando convenientemente que los volcanes no emiten CFC y que el cloro volcánico se lava de la atmósfera por la lluvia mucho antes de llegar a la estratosfera en cantidades significativas. «Los CFC son demasiado pesados para subir», insisten, como si la atmósfera fuera un fluido estático en lugar del sistema turbulento y dinámico que ya comenté. Estas objeciones están resueltas en las FAQ de NASA y NOAA desde hace décadas, pero siguen circulando porque suenan plausibles para quien no está familiarizado con la física atmosférica.
La medición del agujero tampoco es cosa de un solo instrumento que pueda fallar convenientemente. Llevamos cuatro décadas monitoreando la destrucción de ozono con diferentes generaciones de sensores: TOMS, OMI, OMPS, Sentinel-5P/TROPOMI, y muchos otros. Si esto fuera realmente un artefacto instrumental, tendríamos que asumir que docenas de equipos científicos independientes en diferentes países han estado cometiendo sistemáticamente el mismo error durante 40 años con tecnologías completamente distintas. Es una conspiración de una escala que haría palidecer a las teorías más elaboradas sobre el alunizaje.
Los datos de 2024 son particularmente reveladores porque muestran exactamente lo que la teoría predice: el agujero alcanzó un máximo de unos 20 millones de kilómetros cuadrados el 28 de septiembre, pero el promedio de septiembre-octubre fue el séptimo más pequeño desde que empezó la recuperación. Tanto NASA como NOAA como los servicios europeos Copernicus confirman la tendencia. No es un milagro ni una manipulación de datos; es exactamente lo que ocurre cuando retiras la fuente de cloro y bromo de la atmósfera y dejas que la química y la dinámica atmosférica hagan su trabajo.
¿Y quién es Steve Milloy, el autor del vídeo? Un activista mediático con un largo historial de negación de consensos científicos establecidos, desde los efectos del tabaco hasta la contaminación atmosférica y el cambio climático. Ha trabajado para think tanks financiados por industrias reguladas y tiene vínculos documentados con sectores que se benefician de la desregulación ambiental. Esto no invalida automáticamente cada palabra que dice, pero sí explica por qué es importante contrastar sus afirmaciones con fuentes primarias independientes en lugar de aceptarlas al pie de la letra.
La ironía de todo esto es que el agujero de ozono representa uno de los casos más exitosos de ciencia aplicada a la política pública en la historia moderna. Se detectó un problema, se identificó la causa, se desarrolló una solución tecnológica viable, se negoció un tratado internacional vinculante, y cuatro décadas después estamos viendo los resultados previstos. Los CFC fueron reemplazados por alternativas menos destructivas, la industria se adaptó, y el planeta se está curando lentamente. Es una historia de éxito que deberíamos celebrar, no una conspiración que desmontar.
Pero claro, las historias de éxito no generan tantos clicks como las teorías conspiratorias. «Científicos resuelven problema ambiental global mediante cooperación internacional» no tiene el gancho dramático de «Todo fue un engaño para controlarte». La realidad, sin embargo, sigue siendo tozudamente real: el agujero de ozono existe, sabemos por qué existe, sabemos cómo solucionarlo, y lo estamos solucionando. Los datos de 40 años de observaciones independientes no mienten, por mucho que algunos prefieran crear narrativas alternativas para un mundo donde la evidencia científica se puede descartar con un vídeo de YouTube bien editado.
☞ El artículo completo original de lo puedes ver aquí
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