24 de octubre de 2025

Chicxulub: cuando una roca del espacio reescribió la historia de la vida

Hace 66 millones de años, un día cualquiera en el Cretácico se convirtió en el último día del reinado de los dinosaurios. El aire era húmedo en los bosques tropicales, los pterosaurios volaban sobre las copas de los árboles y a lo lejos se escuchaba el rugido de algún tiranosaurio que buscaba su almuerzo. Pero entonces, sin previo aviso, el cielo se iluminó con un destello cegador. En cuestión de segundos, todo lo que había existido durante millones de años desapareció en una explosión que haría parecer insignificante a todas las bombas nucleares del mundo juntas. Bienvenido al peor día en la historia de los dinosaurios: el impacto del asteroide Chicxulub.

Esta no es ciencia ficción ni una teoría conspirativa de esas que circulan por internet. Es un hecho científico tan sólido como que la Tierra es redonda (sí, lo es). Y la historia de cómo descubrimos este evento es casi tan fascinante como el propio impacto. Así que ponte cómodo, porque vamos a viajar en el tiempo para entender cómo una roca del tamaño de una montaña cambió el planeta para siempre.

Todo comenzó en 1980, cuando Luis Alvarez, un físico, y su hijo Walter Alvarez, geólogo, andaban estudiando una delgada capa de arcilla que marca el límite entre el Cretácico y el Paleógeno. Lo que encontraron los dejó perplejos: había iridio por todas partes. El iridio es rarísimo en la superficie terrestre, pero abundante en los meteoritos. Los Alvarez propusieron algo que en su momento sonó a locura: un asteroide gigante se había estrellado contra la Tierra, esparciendo iridio por todo el planeta y causando una extinción masiva. La comunidad científica los miró con escepticismo. En aquella época, si hablabas de catástrofes cósmicas, te miraban como si acabaras de decir que Elvis sigue vivo y se esconde en Marte.

Pero había un problema: ¿dónde estaba el cráter? Porque si un asteroide lo suficientemente grande como para extinguir dinosaurios golpeó la Tierra, debió dejar una cicatriz enorme. Durante una década, geólogos de todo el mundo buscaron esa «pistola humeante» sin éxito. Hasta que en 1991, casi por casualidad, el rompecabezas finalmente encajó.

Resulta que la pista había estado ahí desde 1978, pero nadie le había prestado atención. Antonio Camargo y Glen Penfield, geofísicos que trabajaban para la petrolera mexicana Pemex, estaban haciendo un levantamiento magnético del Golfo de México buscando petróleo. Y encontraron algo raro: una anomalía circular de unos 180 kilómetros de diámetro enterrada bajo los sedimentos de la península de Yucatán. Penfield sospechó que podría ser un cráter de impacto, pero Pemex no dejó divulgar los datos. Presentaron sus hallazgos en una conferencia en 1981, pero la mala suerte quiso que justo ese fin de semana los expertos en cráteres e impactos estuvieran en otro congreso hablando precisamente de la extinción de los dinosaurios. La ironía cósmica es brutal a veces.

La historia dio un giro cuando el estudiante canadiense Alan Hildebrand se enteró en 1990 de aquella «anomalía de Yucatán» y contactó a Penfield. Juntos consiguieron analizar muestras de roca de los pozos petroleros que Pemex había perforado décadas antes. Y ahí estaba: cuarzo metaforizado por presión y vidrios de impacto, evidencias inequívocas de una colisión meteórica brutal. En 1991 publicaron oficialmente el descubrimiento del cráter de Chicxulub, llamado así por el pueblo maya cercano (que, por cierto, significa algo así como «pulga del diablo» en lengua maya, un nombre bastante apropiado para lo que pasó ahí).

Ahora bien, hablemos de lo que realmente ocurrió ese día fatídico. El asteroide medía unos 10 a 12 kilómetros de diámetro y viajaba a la escalofriante velocidad de 72,000 kilómetros por hora. Cuando golpeó la Tierra, liberó una energía equivalente a 100 millones de megatones de TNT. Para ponerlo en perspectiva, eso es como detonar varios miles de millones de bombas atómicas simultáneamente. La explosión vaporizó al instante el asteroide y una enorme cantidad de la corteza terrestre, creando temperaturas de decenas de miles de grados Celsius. El impacto excavó un cráter de unos 40 kilómetros de profundidad que luego colapsó, dejando una cuenca de 180 a 200 kilómetros de diámetro.
Los primeros segundos fueron puro apocalipsis. La onda expansiva produjo terremotos de magnitud superior a 11 en la escala de Richter y vientos que literalmente vaporizaron todo en cientos de kilómetros a la redonda. Como el impacto ocurrió en un mar poco profundo, desplazó brutalmente el agua, generando tsunamis de hasta uno o dos kilómetros de altura que arrasaron las costas del Golfo de México, el Caribe y el Atlántico. Se han encontrado depósitos de estos tsunamis tierra adentro en lo que hoy es Texas. Una pared de agua de un kilómetro de alto avanzando a toda velocidad. No fue un buen día para estar en la playa.

Pero espera, que todavía hay más. El impacto lanzó a la atmósfera miles de millones de toneladas de roca vaporizada, polvo y escombros. Parte de este material fue eyectado fuera de la atmósfera y luego volvió a caer, formando una lluvia de fragmentos incandescentes que recalentaron el aire global como si fuera un horno. Esto probablemente desencadenó incendios forestales a escala planetaria. De hecho, en sedimentos de esa época se encuentran capas de carbón y hollín, evidencia de que buena parte de la vegetación mundial ardió. Dentro del propio cráter de Chicxulub encontraron trocitos de carbón vegetal depositados justo después del impacto, restos de árboles y plantas que fueron incinerados y luego arrastrados al mar por el tsunami.

Ahora viene la parte verdaderamente letal: el invierno de impacto. El polvo, la ceniza, el humo de los incendios y los aerosoles de azufre (porque resulta que el asteroide golpeó justo en rocas ricas en sulfatos) se esparcieron por la estratosfera, envolviendo el planeta en una nube global que bloqueó la luz solar. Durante semanas o meses reinó una oscuridad casi total. Sin luz solar, la fotosíntesis se detuvo. Las plantas murieron. Los herbívoros se quedaron sin comida. Los carnívoros se quedaron sin herbívoros. La temperatura global cayó varios grados en cuestión de poco tiempo. Los océanos sufrieron una rápida acidificación debido al ácido sulfúrico y al exceso de CO₂, lo que fue catastrófico para organismos marinos con conchas de carbonato como los foraminíferos planctónicos y los amonites.

El resultado fue la extinción masiva del Cretácico-Paleógeno, que borró del mapa aproximadamente el 75% de todas las especies del planeta. Todos los dinosaurios no avianos desaparecieron: adiós Tyrannosaurus rex, adiós Triceratops, adiós a todos esos gigantes que habían dominado la Tierra durante 160 millones de años. También se extinguieron los pterosaurios voladores, los grandes reptiles marinos como los mosasaurios, los amonites y una enorme cantidad de plantas y vida marina. Los únicos dinosaurios que sobrevivieron fueron algunos linajes de aves, que son técnicamente dinosaurios. Así que cada vez que veas un gorrión o una gallina, recuerda que estás mirando a un descendiente directo de aquellos supervivientes.

En 2021 lograron otro avance importante: identificar de dónde vino exactamente el asteroide. Midiendo isótopos de elementos pesados como el rutenio en las arcillas del límite Cretácico-Paleógeno, determinaron que Chicxulub era un asteroide del tipo condrita carbonácea, probablemente originario del cinturón de asteroides exterior, más allá de la órbita de Júpiter. Era un cuerpo rico en carbono primitivo, una roca oscura que había estado vagando por el Sistema Solar durante miles de millones de años hasta que, por pura mala suerte cósmica, su órbita se cruzó con la de la Tierra.

Y ahora viene el detalle que realmente te hace pensar: debemos nuestra existencia a esta catástrofe. Si el asteroide hubiera pasado de largo, los dinosaurios probablemente seguirían dominando el planeta y los mamíferos (nuestros ancestros) habrían permanecido como criaturas pequeñas y poco relevantes. La extinción abrió nichos ecológicos que permitieron la diversificación de los mamíferos y, decenas de millones de años más tarde, la aparición de los primeros humanos. En cierto sentido literal, somos los hijos del impacto.

Chicxulub nos enseña algo fundamental sobre la vida en este planeta: es a la vez increíblemente frágil e increíblemente resiliente. Frágil, porque incluso los seres más exitosos de la historia de la Tierra sucumbieron ante un desastre súbito e imprevisible. Resiliente, porque tras la devastación total, la vida encontró la forma de recuperarse y explorar nuevos caminos evolutivos. También nos recuerda que vivimos en un barrio cósmico donde estas cosas pasan. Afortunadamente, impactos de la escala de Chicxulub son extremadamente raros, quizás uno cada cien millones de años. Pero sabemos que pueden ocurrir, porque ya ocurrió una vez.

El cráter de Chicxulub permanece ahí, silencioso bajo las selvas de Yucatán, como una tumba masiva de un mundo perdido y como un símbolo de renovación. De sus cenizas surgió el mundo que conocemos, un mundo que eventualmente nos incluiría a nosotros. Cuando mires al cielo nocturno, recuerda que entre esos puntos de luz hay rocas vagando por ahí, y que hace 66 millones de años, una de ellas tuvo una cita con nuestro planeta que cambió todo para siempre. La diferencia es que ahora lo sabemos, y quizás, solo quizás, si otra viene en camino, podremos hacer algo al respecto. Porque resulta que tener un cerebro grande y conocimiento científico tiene sus ventajas cuando se trata de evitar extinciones. Los dinosaurios no tuvieron esa suerte. Nosotros, con un poco de vigilancia y preparación, tal vez sí.



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