
En noviembre de 2025, Jeff Bezos y su empresa Blue Origin finalmente pusieron los pies —o más bien, los motores— donde llevan prometiendo desde hace años: el espacio orbital. El 13 de noviembre, el cohete New Glenn completó con éxito su segundo vuelo, enviando las sondas gemelas ESCAPADE de la NASA rumbo a Marte y, de paso, aterrizando su primera etapa en la barcaza «Jacklyn» en medio del Atlántico. Un logro nada desdeñable si consideramos que solo SpaceX había conseguido algo parecido, y a ellos les llevó muchos más intentos perfeccionar la técnica.
La cuestión es que toda esta pirotecnia involuntaria tiene implicaciones serias para la NASA y sus planes de volver a la Luna. El programa Artemis depende de Starship como módulo de aterrizaje lunar, y la logística es endiabladamente compleja: SpaceX necesita lanzar entre diez y veinte vuelos de tanqueros para repostar el módulo en órbita terrestre antes de enviarlo a la Luna, una maniobra de reabastecimiento criogénico que jamás se ha intentado. Si ya les cuesta mantener la nave intacta durante el ascenso, la perspectiva de coordinar docenas de vuelos sin fallos resulta, como mínimo, optimista.
No es de extrañar que en octubre de 2025 la NASA anunciara que reabriría la licitación del módulo de aterrizaje lunar, originalmente ganada por SpaceX. Exadministradores de la agencia como Charles Bolden y Jim Bridenstine llevan tiempo insistiendo en que deberían reforzar el uso de sistemas ya probados como el SLS y Orión, y desarrollar un aterrizador alternativo con la urgencia de una «prioridad de seguridad nacional». La fecha oficial de Artemis III sigue siendo mediados de 2027, pero prácticamente nadie en el sector se la cree.
Mientras tanto, China avanza con su propio programa lunar. En marzo de 2024 anunciaron planes para alunizar taikonautas «en la década de 2030», con una arquitectura que recuerda a la era Apolo pero con tecnología moderna. Ya han depositado tres sondas robóticas en la Luna y lanzado satélites de comunicaciones para cubrir el lado oculto. Eso sí, también ellos enfrentan el desafío del reabastecimiento orbital, algo que tampoco han probado.
La rivalidad Bezos-Musk añade una capa más al drama. SpaceX lleva más de una década dominando el mercado de lanzamientos comerciales, batiendo récords año tras año. Blue Origin, en cambio, se centró inicialmente en turismo suborbital con su pequeño New Shepard y ahora entra tardíamente al juego orbital pesado. New Glenn tiene capacidad intermedia: unos 45 toneladas a órbita baja en modo reutilizable, frente a las 30 de Falcon Heavy o las 100-150 planeadas para Starship. El éxito reciente demuestra que Blue Origin puede competir, aunque todavía les falta camino para igualar el volumen de operaciones de SpaceX.
Lo que está claro es que la carrera lunar del siglo XXI se parece poco al sprint de los años sesenta. Aquello fue pura geopolítica de Guerra Fría; esto es un maratón tecnológico donde las promesas abundan más que los cohetes que funcionan. Y en un campo donde cada explosión sale en directo y cada retraso se mide en miles de millones de dólares, la distancia entre el PowerPoint y la realidad se hace cada vez más evidente.
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