11 de octubre de 2025

¿Está la consciencia en el cerebro... o solo en una parte muy antigua de él?

Cuando pensamos en la conciencia solemos imaginar la corteza cerebral, esa capa arrugada que cubre nuestro cerebro y a la que se le atribuye prácticamente todo lo que nos hace humanos. Durante décadas, la mayoría de teorías han situado ahí el origen de la experiencia subjetiva. Sin embargo, un nuevo estudio revisa todas las pruebas científicas disponibles y llega a una conclusión sorprendente: quizá no sea la corteza la pieza imprescindible para que exista la conciencia.

El artículo, firmado por Peter Coppola desde la Universidad de Cambridge, revisa años de experimentos con neuroimagen, estimulación cerebral y casos clínicos de pacientes con daños o malformaciones. Lo que encuentra es que, aunque la corteza y el cerebelo participan en cómo vivimos y modulamos nuestras experiencias, el auténtico núcleo sin el que no habría conciencia parece residir en las estructuras más antiguas del cerebro: el subcórtex, que incluye regiones como el tálamo, el hipotálamo y el tronco encefálico.

Las exploraciones con resonancia magnética funcional —una técnica que permite ver qué zonas del cerebro consumen más oxígeno y, por tanto, están más activas en cada momento— muestran actividad tanto en corteza como en cerebelo y subcorteza cuando una persona está consciente. Pero lo más revelador llega con las estimulaciones directas. Alterar la actividad del tronco encefálico o del tálamo puede provocar que alguien despierte de un estado anestésico… o que se hunda en una especie de coma. En cambio, los cambios en corteza o cerebelo modifican contenidos de la experiencia (por ejemplo, qué recordamos o cómo percibimos un estímulo), pero no siempre apagan del todo la luz de la conciencia.

Los casos médicos son todavía más llamativos. Hay personas nacidas sin corteza cerebral completa (hidranencefalia) que, contra todo pronóstico, muestran respuestas emocionales, preferencias musicales o reconocimiento de familiares. Y en experimentos con animales a los que se les ha extirpado la corteza, se siguen observando conductas como el juego, el miedo o el cuidado maternal. Todo apunta a que, en su forma más básica, la capacidad de “sentir algo” puede sostenerse sin corteza, apoyada en esas estructuras más primitivas.

Esto no significa que la corteza sea prescindible: en un cerebro humano típico, su interacción con el subcórtex y el cerebelo moldea la complejidad de nuestras vivencias, desde imaginar el futuro hasta disfrutar de un concierto. Pero el estudio insiste en que lo mínimo indispensable para que haya experiencia consciente está en el corazón evolutivo del cerebro, no en su superficie más reciente.

La conclusión es provocadora: la conciencia no sería un privilegio exclusivo de las partes más sofisticadas del cerebro humano, sino una función que emerge de lo más profundo y antiguo de nuestro sistema nervioso. Esa idea abre preguntas filosóficas y prácticas enormes, desde cómo evaluamos el estado de pacientes en coma hasta qué grado de experiencia pueden tener otros animales. Y, sobre todo, nos recuerda que lo que nos hace estar “presentes” en el mundo puede depender menos de nuestra brillante corteza pensante y más de un conjunto de estructuras que compartimos con muchos otros seres vivos.



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